Cuando Irene era niña pensaba que cuando fuese adulta sabría qué hacer, cómo ser feliz, cuál es la forma correcta de existir. Cuando Irene era niña pensaba que solo hay una forma adecuada de amar, que las amigas duran para siempre, que los sueños se cumplen si luchas por ellos.
Ahora Irene tiene veinticinco años y sabe que los adultos también tienen muchas preguntas y muy pocas respuestas. Que hay pesadillas que sobreviven a la infancia. Que se puede llorar sin lágrimas. Que hay personas que nunca se van del todo.
Irene nunca ha dejado de mirar atrás, incluso cuando se niega a volver la cabeza. Arrastra el pasado como cadenas; tintinean, dejan un rastro en todo lo que hace.
Irene no se ha perdonado por haber sido niña, por haber cometido los errores de cualquier adolescente, por haber sentido demasiado, por no haber hecho suficiente.
Irene está dividida entre la persona que fue y la persona que es, hasta que recibe una llamada y quizás por primera vez en su vida está dispuesta a mirar atrás, a mirarse. Quizás por primera vez está dispuesta a mirar al pasado a la cara, abandonar la vergüenza y el rencor, aceptar que a veces nadie tiene la culpa.